1.4 La materia de la que está hecha Europa
Hemos descartado, en virtud de nuestro enfoque pragmático, preguntas que podrían sumergirnos en un torbellino especulativo y alejarnos del camino operativo. Preguntas como «qué somos» carecen de relevancia frente a la preeminencia de otras como «qué queremos» o «qué necesitamos», y frente a la urgencia de derivar los esfuerzos dialécticos a la tarea de indagar acerca de los medios para conseguirlo.
Ahora bien, ninguna postura pragmática puede serlo completamente, pues descansa necesariamente en algún ejercicio especulativo previo más o menos consciente. Cuando una persona arrostra un desafío, es cierto que no inicia un soliloquio interminable antes de enfrascarse en la acción, pero sí es cierto que parte de una concepción de sí misma previa que la ayuda a cuantificar sus capacidades y, por tanto, sus probabilidades de éxito en la empresa que se propone comenzar. Del mismo modo, sin caer en el vicio de la abstracción y solo desde un punto de vista funcional, cabe decir algo acerca del sujeto que se propone abordar la gran empresa de una Europa en paz, libre, próspera y segura.
Con esa intención, en la frase «qué queremos» cabe preguntarse quién o qué es el sujeto. Inmediatamente cabe responder «nosotros», es decir, los europeos, pero si esto es así, ¿cómo es que en 80 años los ciudadanos europeos apenas han participado activamente en el proceso de integración europea? En realidad, aunque resulte paradójico, son las naciones, las garantes mismas de la fragmentación política del continente, las que han enarbolado el proceso de la unidad europea. Y esto ha conducido a la falsa concepción de que unir Europa es unir naciones. Las naciones son fluctuaciones coyunturales del devenir histórico legitimadas sobre principios a menudo falsos y violentos, y su agrupación también será una fluctuación coyuntural que durará lo que dure el espejismo del federalismo funcionalista.
En otras palabras: tal y como apuntamos en apartados precedentes, las naciones no pueden ser el verdadero sujeto de la acción encaminada a la unión, porque de un Estado nación no puede esperarse, por su propia definición, que sea el cimiento de una organización soberana más grande que él. El programa político de la unidad europea consiste en la consecución de un Estado federal y el modelo del Estado nación jamás podrá llevar a su último término un proyecto tal. Lo dicho implica que las naciones tampoco pueden ser el objeto de la acción encaminada a la unión, porque por su propia naturaleza no puede esperarse de ellas una unión política duradera del continente a menos que concedan tantas cesiones de soberanía que dejen de ser naciones tal y como las entendemos.
Para conseguir el sueño de la paz permanente en Europa hay que ir más allá de las naciones y preguntarse acerca de lo que estas han separado. Por toda suerte de criterios, más o menos arbitrarios, unas pocas elites gobernantes trazaron fronteras en el mapa de Europa que pusieron a unos europeos contra otros, y hasta tal punto esas elites supieron usar las pasiones populares que, ya fuera mediante el miedo o mediante la explotación de un orgullo nacional inventado, podían servirse de ellos (los europeos) hasta el punto de empujarlos a guerras fratricidas, donde encontraban la muerte. La aberración que esto supone será siempre una maldición sobre todas las nacionalidades, capaces de sacrificar al individuo para autoafirmarse, es decir, capaces de sacrificar justo a quienes habían de servir.
El enfrentamiento de unos europeos contra otros hasta la muerte es algo que no puede repetirse, por ello, la materia que hay que unir en Europa consiste en los propios europeos y no en las naciones que contribuyeron a enfrentarlos. Han de ser ellos, pues, los sujetos de la unión, pues nadie más que ellos sufre las consecuencias de la fragmentación. Y han de ser ellos los que se unan para conseguir un grado de fraternidad tal que todos rechacen como una aberración abominable la idea de ir a las armas contra otros europeos, hasta el punto de que cada uno considere que dañar a otro europeo es como dañar a un vecino muy cercano con el que debería convivir y colaborar por el propio bien. Si esto se consigue, que los europeos se sientan como un solo pueblo, no habrá dirigente que pueda fragmentar una unión tan estrecha.
Así pues, en el camino de la acción que estamos abordando, diremos que los constituyentes últimos de Europa son los europeos y que una Europa unida significa la unión de todos los europeos. Esto no deslegitima la actual Unión Europea, auténtico hito histórico de nuestro tiempo, pero sí constituye un aviso de que la misma puede tener una fecha de caducidad en tanto que no implique a los ciudadanos en el proyecto de integración. La auténtica Unión Europea no será una unión de naciones, sino una unión de europeos, y en esta declaración no existe nada presuntuoso, sino la constatación de que, en el fondo, para mejorar la cohesión de un sistema dado (Europa), hay que fortalecer los vínculos entre sus constituyentes básicos (los europeos), no entre meras homogeneidades contingentes (las naciones) presentes en el mismo.
Pero Europa no es un conjunto inconexo de 730 millonesnota 7 de unidades independientes, sino que existe ya entre ellas un cierto grado de cohesión previa. Esa cohesión no ha sido suficiente, hasta ahora, para que los europeos superen el espejismo nacional que los separa, que les ha sido implantado desde arriba durante generaciones y que han vinculado a su identidad personal. Caracterizar esa correlación previa nos haría entrar en toda la suerte de preguntas que hemos pretendido soslayar, no obstante, si hemos eludido el término 'identidad', eso no significa que no dejemos nada en su lugar para dar cuenta de ese vínculo que ya existe entre los europeos y que permite hablar, efectivamente, de sistema y no de un conjunto de unidades independientes.
Lo que sí se puede apuntar es que los europeos, por su situación de vecindad geográfica, por una historia compartida —que en ocasiones les ha hecho vasallos o ciudadanos de un mismo imperio y acólitos de una misma religión—, por tener en común unos mismos ancestros culturales grecolatinos, por su historial de alianzas y confrontaciones, y por una cultura cosmopolita e ilustrada —la cual sería el mejor y mayor legado que Europa puede dejar al mundo—, participan de una misma red de significados, de valores, de paradigmas, de tendencias, etc. Puede atribuirse a los europeos, bajo este punto de vista, una misma percepción de la realidad, es decir, un ethosnota 8, una cosmovisión, una intersubjetividadnota 9 europea.
Conceptos como el último, la «intersubjetividad», tomado de la psicología social, no es un sustituto apresurado de la noción de 'identidad', sino un término que responde mejor a la realidad de los europeos y que no tiene la rigidez, la violencia homogeneizadora y la carga nacionalista que tiene el término 'identidad'. En efecto, mientras esta es excluyente, pues separa y dibuja fronteras, la intersubjetividad es mucho más sutil y, en primera aproximación, es incluyente, pues toda red de significados puede albergarse dentro de otra mayor. La identidad se relaciona con el «soy» y provoca no pocos desvaríos ontológicos y separatistas. La intersubjetividad, en cambio, se relaciona siempre con una colectividad, que puede o no ser heterogénea, y sus componentes, debido a la interacción permanente entre ellos —en la que tiene una especial relevancia el lenguaje— han acabado por elaborar unas ciertas percepciones comunes de la realidad. Por el propio valor semántico del término, que se asocia de modo muy adecuado a la mencionada correlación entre los europeos, y por ser una alternativa al término 'identidad', estando a salvo de las rígidas, estrechas y violentas connotaciones nacionalistas de este y de toda su controversia, nos parece que el concepto de «intersubjetividad» es pertinente.
No se trata, al usar el concepto de «intersubjetividad europea» u otros, como el «ethos europeo», de iniciar un debate con objeto de definir con precisión a lo europeo, sino de un recurso razonable para describir la naturaleza sistémica de Europa eludiendo toda la violencia y toda la inútil controversia implícita en el concepto de «identidad europea». Como hemos dicho, nuestra intención al conceder algún rédito a la cuestión de «quiénes somos» o «qué es Europa» era de índole funcional, no especulativa, como interludio a la empresa afrontada. El sendero de la acción encaminada a unir Europa implica necesariamente una concepción previa de la misma que se atenga a su realidad actual, no a un futuro soñado. No se puede empezar a trabajar por la unidad europea caracterizando una identidad europea, porque eso significa confundir el estado deseado con el estado actual de las cosas, lo cual resta todo sentido a la acción, porque esta encuentra su significación, precisamente, en la distancia entre lo real y lo soñado. En nuestro camino partimos pues de la constatación, simple y diáfana, de que Europa está constituida por el sistema de las personas que habitan en sus tierras, personas que se encuentran vinculadas entre sí porque comparten una intersubjetividad específica, que es fruto de la vecindad geográfica, de una historia común y de un mismo entorno cultural cosmopolita y de raíces ancestrales.
Notas:
7 La población de la Unión Europea es de 503 millones de habitantes (véase http://europa.eu/about-eu/facts-figures/living/index_es.htm, recurso consultado en diciembre de 2015), no obstante, considerando también los países extracomunitarios (Rusia, Noruega, Suiza, Islandia, etc.) resulta la cifra referida, la de 730 millones de personas, en el año 2000 (Naciones Unidas, 2002, p. 425). Es significativo que, según las proyecciones de las Naciones Unidas, la población europea no dejará de decrecer en los próximos cinco decenios, perdiendo entorno a 100 millones de habitantes para el año 2050 (ibidem).Volver al texto
8 El ethos es el «conjunto de actitudes, convicciones, creencias morales y formas de conducta, ya sea de una persona individual o de un grupo social, o étnico, etc.» (Maliandi, 1991, p.14).Volver al texto
9 Se trata de un concepto del que se sirven la filosofía, la epistemología, la psicología social, etc. En nuestro caso, baste considerar el término en su acepción más evidente, que es la de ser una subjetividad compartida, es decir, la subjetividad de una comunidad humana, compuesta no tanto por la suma de las subjetividades individuales, sino por el producto de su interacción. Lo mismo que la subjetividad de una persona condiciona su visión del mundo, los significados que adhiere a los fenómenos y, en fin, su propia conducta y potencialidades, la intersubjetividad de una comunidad humana determinará la cosmovisión de esa comunidad y los hechos culturales que puedan esperarse de la misma. La intersubjetividad de la comunidad y la subjetividad de cada individuo se implican mutuamente. La persona encuentra su horizonte de posibilidades y realización, así como los parámetros de su propia identidad en el seno de una intersubjetividad. Al mismo tiempo, su subjetividad, en la medida en que puede influir sobre otras (lo mismo que ella es influida) contribuye a modular la intersubjetividad de la comunidad. También es evidente, en la construcción natural de una intersubjetividad, lo mismo que lo es en la cultura —pues esta, en verdad, es inseparable de aquella— la importancia de la herramienta básica de comunicación humana, el lenguaje, pues solo a través de él pueden crearse y evolucionar los significados compartidos, que son el núcleo de todo mundo intersubjetivo.Volver al texto
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