jueves, 7 de julio de 2022

La lengua europea común - Fragmento 1

 

«Nada mejor que el sueño para engendrar el porvenir. La utopía de hoy es carne y hueso mañana».
VÍCTOR HUGO, Los miserables

«Europa es ya un cuerpo; es ya un alma también; no es todavía una conciencia».
 SALVADOR DE MADARIAGA, Bosquejo de Europa



Introducción



«Nunca más»; en el fondo, ese fue el enunciado que animó el proyecto de una Europa unida en la segunda mitad del siglo XX. La guerra más mortífera de la historia había arrasado buena parte del continente y los europeos habían visto cosas espantosas. Millones de ellos habían muerto y otros muchos experimentaron el horror de los campos de exterminio o las terribles consecuencias de la guerra. En algunos lugares, los arcos desnudos de las catedrales derruidas, como costillas de esqueletos de bestias fabulosas, señoreaban con su siniestra sombra calcinada las ruinas de lo que fueron antiguas y hermosas ciudades europeas. Fue en ese contexto cuando algunos tuvieron que decir «nunca más». El sueño de una Europa unida y en paz era muy antiguo, pero solo entonces empezó a tomarse verdadera conciencia de su necesidad.

   No se trataba de hacer realidad un viejo ideal romántico, sino de comenzar a adoptar medidas concretas para evitar otra catástrofe como la Segunda Guerra Mundial, conflicto europeo que terminó por arrastrar a medio mundo consigo. El mito de la soberanía nacional, alimentado por las diferencias lingüísticas, étnicas o religiosas, había servido para dividir a los europeos de manera irreconciliable y para justificar actividades nefastas como el saqueo, el robo, la violencia y el genocidio, acciones que consideraríamos criminales y monstruosas de ser realizadas por una persona concreta. Ese choque entre naciones civilizadas, que habían crecido cultural y geográficamente tan próximas, había sido catastrófico para los habitantes del continente y había amenazado la continuidad de unos valores específicos y milenarios. Si Europa debía permanecer, nunca más se podía permitir que un odio semejante volviera a aparecer entre los pueblos europeos. 

Este «nunca más» no se corresponde con el del alegre país de Peter Pan, en el que habitan los Niños Perdidos en un eterno presente, sin memoria del pasado ni aspiraciones de futuro. Al contrario, el «nunca más» europeo se nutre de la memoria de un pasado a la par oscuro y luminoso, y de la esperanza de un futuro por construir lleno de paz, libertad y prosperidad. Ese pasado contiene en sí la inspiración de un futuro compartido, en base a una historia y a un acervo cultural común, y contiene también la tragedia de la guerra, cuyo doloroso recuerdo ha de ser el principio que alimente la lucha por la paz. 

   Los europeos, pues, no somos, o no debemos ser, como los Niños Perdidos del relato de Peter Pan, pues tenemos la obligación moral de recordar nuestro pasado y luchar para que nuestro futuro no registre los mismos errores. La memoria es lo que ha erigido a Europa: el saber acumulativo y cosmopolita, nutriendo una intersubjetividad común a todo el continente a lo largo de siglos, es lo que ha conformado nuestra actual civilización. Y ahora es la memoria, también, en la medida en que mantiene vivo el sombrío recuerdo de la guerra, lo que debe erigir la Europa de la paz. Y como quiera que la guerra surge de la confrontación, de la fragmentación y del antagonismo, la Europa de la paz ha de ser una Europa unida, es decir, una Europa donde las divisiones, imaginarias o coyunturales, como las representadas por los Estados nación y sus abruptas fronteras, sean superadas, y las diferencias reales, consecuencia de pluralidades inevitables como la lingüística, encuentren su conciliación en un orden superior. 

   Por eso, por la importancia de la memoria como impulso y principio catalizador de la integración europea, hay que cuidarse de lo que apunta Hobsbawm cuando dice que nuestra sociedad asiste a un proceso de destrucción del pasado (Hobsbawm, 1995, p. 13), en el que un eterno presente parece existir sin ninguna vinculación orgánica con lo sucedido anteriormente. El incauto que no recuerda la experiencia de haberse quemado con el fuego está abocado a volver a quemarse. La no conservación de la memoria dilapida cualquier fenómeno adaptativo y sin eso es imposible hablar de evolución y progreso. Si los europeos, en la medida en que un abismo de tiempo cada vez más grande se extienda entre el presente y la desaparición del último superviviente de la Segunda Guerra Mundial, no son capaces de garantizar en sus sistemas educativos la conservación de la memoria, estarán condenados a repetir los mismos errores una y otra vez. Al mismo tiempo, si, adormecidos sus mecanismos de alerta por la seguridad del estado de bienestar, y no adiestrados para dar respuesta contundente a cualquier agresión que pueda sufrir la democracia, consienten en el servilismo a un líder carismático que considere con cierta ligereza los derechos humanos, estarán sentenciados a sufrir lo mismo que sufrieron sus antepasados. 

   La democracia no es algo garantizado, sino que debe mantenerse día a día, con vigilancia y determinación, pues fue hace solo unos ochenta años que el totalitarismo antidemocrático (que de hecho creció en el seno de una democracia, pues Hitler llegó al poder tras unas elecciones) llevó a Europa al borde de su destrucción definitiva. El proyecto de unidad europea se nutre de un mismo ideal de democracia compartido por todos los Estados como principio necesario y constituyente. Si este principio degenera por la falta de memoria del pasado y la falta de vigilancia de una sociedad en exceso acomodada en los vicios del sistema neoliberal, entonces el sueño de una Europa unida, en la que la guerra haya sido desterrada de manera perpetua, volverá a alejarse de nuevo en las insondables costas del futuro. Durante siglos, mucho antes de la declaración de Schuman de 1950, el sueño de una Europa unida fue una utopía en manos de visionarios. No dejemos, restando fuerza a nuestra aspiración de paz perpetua al no conservar en la memoria las atrocidades de la guerra, que el proyecto de una Europa unida vuelva a ser una utopía.

   Para que un proyecto con la envergadura de conseguir una Europa unida goce de convicción entre la ciudadanía y participe esta activamente como fuerza determinante, en lugar de que dicho proyecto quede acaparado exclusivamente por políticos, economistas e intelectuales, es preciso un principio categórico de naturaleza evidente que se autoafirme por la fuerza de su propia verdad. Ese principio, como venimos diciendo, solo puede ser la memoria de todos los males implícitos a una Europa fragmentada en Estados nación, sin leyes ni ordenamientos que regulen las relaciones internacionales. En otras palabras, la Europa bajo la ley de la jungla, bajo la ley del Estado más fuerte o bajo el precario equilibrio entre potencias de fuerzas comparables, fueran estas potencias denominadas «imperios», «reinos», o «Estados nación», es una Europa que siempre ha conducido al sufrimiento de los europeos. Solo el recuerdo de ese sufrimiento puede ser el principio imperativo que involucre a los europeos en el sueño de la unidad europea. 


Citación sugerida:
Molina Molina, José Antonio (2022): La lengua europea común (Círculo Rojo, 2022).
Licencia CC BY-NC-ND

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