2.3 El problema del multilingüismo
En relación con los efectos negativos que para la unidad de los europeos representa la amplia diversidad lingüística del continente, cabe preguntarse si dichos efectos son superables o no. Si no lo son, entonces hemos acabado con nuestro recorrido y no hay nada que hacer. Si son evitables, hay que preguntarse por la estrategia más adecuada, es decir, la más racional, la más ética y la más susceptible de consenso que pueda conducir a la paliación de esos efectos negativos. Naturalmente, bajo este marco de racionalidad y ética, no puede proponerse, como solución al multilingüismo europeo, su abolición. Una actitud tan insensata derivaría en un proceso de inaudita violencia homogeneizadora, similar a la promovida, en lo político, por los viejos imperios del continente.
Si hubo alguna vez en Europa lenguas francas, como la koiné helenística o el latín romano, fue por la preeminencia de una metrópoli dominante que, a través de su poderío naval, militar, económico, etc. instauraba unos modelos de vida uniformes y acordes con sus demandas, incluyendo en esos modelos su lengua. Estas lenguas «imperialistas» se caracterizan por ser la expresión, en el terreno lingüístico, de lo que sus hablantes originarios fueron en el campo político, de manera que se extienden barriendo una pluralidad idiomática previa e imponiéndose como lenguas únicas. Nuestros días tienen también sus propias lenguas imperialistas, como son el inglés y, previsiblemente, el chino. Pero en nuestra Europa actual la divisa de la «diversidad» no es solo una palabra caprichosa, sino un imperativo categórico. El respeto de la libertad, de la igualdad, de los valores democráticos, del derecho, etc. impiden por sí solos cualquier agresión a las señas de identidad de los pueblos europeos, lo que incluye, por supuesto, la más determinante y evidente de dichas señas: la lengua.
Nos parece obvio, por tanto, que no es sensata ni racional una solución que pase por la abolición de la diversidad lingüística europea y trate de convencer a 730 millones de europeos para que renuncien a sus lenguas maternas en favor de una única lengua. Tal solución, como hemos dicho, atenta contra todos los principios europeos, que derivan de nuestra aspiración misma del «nunca más», y si se aduce que, efectivamente, constituye una solución al multilingüismo, es fácil responder que, aparte de ser una solución insensata, no es la mejor solución, porque ni siquiera es práctica. De proponerse una locura semejante jamás tendría la aprobación de los pueblos europeos. Ningún pueblo aceptaría que su lengua materna, la lengua de su pensamiento, de su cultura, de sus padres, pasara a convertirse en una lengua muerta solo porque algunos políticos o algunos intelectuales europeístas postulen la conveniencia de una lengua única para Europa.
En el caso, imposible en nuestra opinión, de que los dirigentes europeos llegaran a imponer algo así a los ciudadanos, y que estos transigieran, se iniciaría un debate interminable para elegir la lengua que habría de abolir a todas las demás. Unos abogarían por el inglés, favoreciendo la concepción de Europa como provincia del imperio económico anglosajón. Otros abogarían por resucitar el latín, bajo el empeño delirante de querer resucitar una lengua muerta para matar las lenguas vivas de 730 millones de personas. En caso de que se superara toda controversia y se eligiera finalmente una lengua, tendría que iniciarse a continuación un proceso de sustitución de las lenguas nativas por esa lengua única, que duraría decenios, hasta conseguir un continente monolingüe. Es evidente el empobrecimiento cultural que ello supondría. Europa tendría el honor de ser un vasto cementerio de lenguas tras sacrificar una riqueza cultural y lingüística de incalculable valor. Nos parece obvio que ese no es el camino correcto para la superación de las dificultades que derivan del multilingüismo europeo. Hemos insistido repetidamente en la necesidad de hacer las preguntas pertinentes y destacamos ahora también la obligación de elaborar las respuestas correctas para no incurrir en contradicciones ni en graves insensateces, las cuales derivan, generalmente, de una mala praxis de la ética discursiva.
Podemos afirmar pues, con rotundidad, que la superación de los problemas que causa la diversidad lingüística no pasa por la abolición de la misma, pues ello no solo va en contra de todos los principios europeos, sino que no es una buena solución desde el punto de vista racional, ético y práctico y encontraría una gigantesca, lógica y legítima oposición a lo largo y a lo ancho del continente. Así pues, como principio inviolable, debemos decir que la solución buscada debe garantizar, como principio vinculante, el respeto por la diversidad lingüística existente. Es claro entonces que los esfuerzos siguientes deben ir encaminados en la dirección de indagar acerca de cómo superar el carácter divisor de la variedad idiomática, pero respetándola a toda costa.
Hasta ahora, la actitud mayoritaria de cuantos han trabajado por la unidad europea parece ser la de afirmar que no se puede, es decir, que la diversidad lingüística conlleva unos problemas que son inevitables y contra los que no se puede tomar ninguna medida resolutiva. La Unión Europea, la más manifiesta expresión política de las aspiraciones de libertad, paz, seguridad, prosperidad, etc. en Europa y la que está llevando a cabo el proceso de integración, admite como oficiales todas las lenguas de los Estados miembros y reconoce el principio de respeto por la diversidad lingüística, así como la igualdad de todas las lenguas. Pero en la práctica, por razones logísticas, es obvio que tanto dentro de las instituciones como entre ellas tiene que decantarse por el uso de unas pocas lenguas de trabajo, como veremos en apartados siguientes.
Asumir que todas las lenguas son iguales, pero que por razones operativas solo unas pocas tienen presencia verdadera en el ámbito institucional, mientras que las otras se ven infrarrepresentadas, no es abordar el problema con determinación, como tampoco lo es la recomendación, a los ciudadanos europeos, de que dominen al menos dos lenguas diferentes de la suya. Es obvio que la mayoría de los europeos carecen de los recursos, de los medios, del tiempo y aún de la voluntad para dominar a la perfección una lengua extranjera. Se requieren años de estudio y consagración, y la mayoría de los europeos tienen problemas más urgentes que abordar, como conseguir un empleo digno, una vivienda, un nivel de vida medio, etc. La carga económica y de sacrificio personal asociada con el aprendizaje de otra lengua solo es asumible si se entiende como una imposición de cara a tener mejores oportunidades en el mundo laboral, por ejemplo, pero es una ingenuidad suponer que un europeo medio, solo por una romántica inclinación europeísta, llevará a cabo el inmenso sacrificio que supone aprender dos lenguas extranjeras solo porque los dirigentes europeos, hidalgos autoproclamados del europeísmo, no han encontrado una solución mejor para mejorar la cohesión de una sociedad multilingüe. Además, no se les puede pedir a los ciudadanos un esfuerzo que ni siquiera hacen sus representantes, los políticos, que se encuentran obligados a usar servicios de interpretación simultánea cada vez que se reúnen para tomar decisiones en entornos comunitarios, porque ni siquiera ellos, los legítimos representantes democráticos de la ciudadanía, son capaces de dominar con la soltura necesaria una lengua diferente de la suya.
Parece claro que la actitud mayoritaria acerca de los problemas que origina el multilingüismo ha sido la resignación. La diversidad lingüística se enarbola como uno de los tesoros de Europa, y lo es ciertamente, pero no abordar con decisión los problemas que conlleva significa adscribirse a la actitud soterrada de considerar a estos como irresolubles. El camino a la unidad europea requiere de medidas audaces e innovadoras, fruto del coraje de llevar el esfuerzo discursivo hasta sus últimas consecuencias, sin detenerse en estados intermedios solo porque aparentemente un problema aparece a la vista como irresoluble. Ante nosotros se despliega la diversidad lingüística como un factor que se percibe como divisorio y separatista, impidiendo que los europeos se conciban como un solo pueblo. Un camino del todo inaceptable, como hemos visto, es proponer como solución la unificación lingüística de Europa. Otro camino, que en verdad no es camino, sino pura inoperancia, como también hemos señalado, es la resignación de aceptar el estado actual de las cosas, aduciendo que el multilingüismo presenta problemas irresolubles. ¿No hay ningún otro camino? Nos parece obvio que sí lo hay.
< Fragmento anterior Índice de fragmentos Fragmento siguiente >