jueves, 17 de noviembre de 2022

La lengua europea común - Fragmento 5

 

   Las indagaciones sobre la identidad europea han llenado muchos libros y generado mucha controversia. Independientemente del resultado, todos esos trabajos tienen un valor eminente en sí mismos, pero no pueden aportar conclusiones pragmáticas de cara a la acción. Si fuera posible afirmar con rotundidad que existe una «identidad europea», entonces no tendríamos que emplear tanto esfuerzo en buscarla y, todavía más, no tendría sentido nuestra aspiración de una Europa unida, porque si todos los europeos compartieran una misma identidad, en cierto modo, ya podría hablarse de un solo pueblo europeo y no tendría sentido luchar por su unidad. Parece claro que no es posible aplicar toda la rigidez del término identidad a algo tan vasto y plural como el conjunto de los pueblos europeos, así que muchos podrían decantarse por considerarla como algo múltiple, con lo que la dificultad es la misma que con el concepto «cultura», y uno pierde un tiempo y unas energías valiosas en vanas cuestiones semánticas que en nada ayudan a la acciónnota 4.

   La búsqueda de una identidad europea a priori es, además, peligrosa, pues a fuerza de perseguir la unidad podría provocarse justo lo contrario. Siempre será materia de controversia definir con precisión lo que es europeo y lo que no lo es. Ya hemos aludido al caso de Rusia y Turquía. Por otro lado, dada la herencia cristiana de Europa —hasta el punto de que, por mil años, su nombre fue «cristiandad»—, muchos se preguntarían si los europeos musulmanes participan o no de esa identidad europea. El término identidad es un concepto excluyente, pues la definición de ‘lo que es’ implica, necesariamente, la identificación de ‘lo que no es’. Si se adopta oficialmente una definición de «la identidad europea», muchos pueblos, aquellos que no coincidan exactamente con las tendencias predominantes en esa identidad artificial, quedarán automáticamente excluidos de Europa porque, de no ser excluidos, muchos dirían que la identidad europea es algo laxo y débil, otro término europeísta más que queda sobre el papel sin una realización concreta. Ambos extremos —el de una identidad fuerte y excluyente que genere disensión y conflicto, y el de una laxa, débil o titubeante que, al cabo, no sirva para nada— han de evitarse. ¿Y cómo compaginar, además, las identidades nacionales con una especie de superidentidad supranacional? La respuesta vuelve a ser que no se puede si uno da al término identidad todo su valor semántico.

   Precisamente, la búsqueda de una identidad europea adolece del punto de vista nacionalista. Se adopta el modelo del Estado nación como modelo organizativo para Europa, se admita o no, y así, se le da a esta una bandera, un himno y se le busca una identidad. Y eso es un despropósito, porque Europa no puede convertirse en una supernación. El proceso de conformación de un Estado nación casi siempre ha tenido un carácter violento o provocado un efecto subyugante sobre los pueblos preexistentes. Un poder central ha impuesto una lengua, unas tradiciones, unas formas de organización, etc., persiguiendo su legitimación con la elaboración de un relato patriótico que busca argumentos en la raza, la religión, el orgullo, etc. En otras palabras, se impone una identidad, lo cual constituye siempre una unificación violenta que excluye las peculiaridades de los territorios de partida. 

   Es evidente que ese no es el camino que debe seguir Europa; no es admisible una unificación (entendida esta como homogeneización) cuando lo que en realidad se busca es la integración, por lo que el debate de una identidad, a priori, carece de sentido. En todo caso, una «identidad europea» sería un efecto a posteriori del proyecto de integración europea. Si se plantea a priori, como se está haciendo, será vista como una fuerza coactiva que despertará múltiples recelos, que estará llena de controversia y que, en fin, no contribuirá a unir a los europeos, todavía demasiado deudores del mito de sus identidades nacionales.

   Podríamos resumir lo dicho sobre la identidad europea y sobre la mayor parte de este apartado enunciando que, en el terreno de la acción, lo que «somos» es secundario frente a lo que «queremos» y lo que «hacemos» para conseguirlo, porque de hecho es lo que queremos y lo que hacemos lo que, a la postre, determinará lo que somos. Todo debate acerca de lo que «somos» los europeos, aun si alcanza alturas ontológicas en apariencia fútiles, es plenamente legítimo y admirable en otros ámbitos, pero no es adecuado en el sendero de la acciónnota 5 .


Notas

4 Decía Ortega y Gasset que «el egoísmo es laberíntico […]. Si me resuelvo a andar solo por dentro de mi vida, egoístamente, no avanzo, no voy a ninguna parte, doy vueltas y revueltas en un mismo lugar. Esto es el laberinto, un camino que no lleva a nada, que se pierde en sí mismo, de puro no ser más que caminar dentro de sí» (Ortega, 2009, p. 19) También: «La vida humana, por su propia naturaleza, tiene que estar puesta a algo, a una empresa gloriosa y humilde, a un destino ilustre o trivial. […] en estos años asistimos al gigantesco espectáculo de innumerables vidas humanas que marchan perdidas en el laberinto de sí mismas por no tener a qué entregarse» (ibidem, p. 18). Tal vez la búsqueda de una identidad para Europa tiene esa naturaleza laberíntica que no lleva a ninguna parte y viola la natural inclinación de la vida humana, colectiva en este caso, de estar entregada a algo, a una meta o un sueño, que en este caso es la unidad de Europa, porque la vida, al fin y al cabo, es «lo que podemos ser, vida posible», y nuestra tarea no debería ser tanto enfrascarnos en determinar lo que somos (individual o colectivamente) como la de decidir qué es lo que queremos ser. Debemos evaluar las circunstancias que nos ha tocado vivir, desde luego, pero no con vistas a evaluar lo que somos, deteniendo con ello el flujo de nuestra vida a fuerza de mirarnos el ombligo, sino con vistas a determinar lo que podemos ser y las fuerzas y herramientas con las que contamos para conseguirlo. Volver al texto

5 Dice Aristóteles sobre el estudio de la virtud ética que «no investigamos para saber qué es la virtud, sino para hacernos buenos, pues [en otro caso] no tendría nada provechoso» (Sverdloff, 2007, p. 52). De la misma manera, tratamos de no indagar aquí en lo que Europa es o deja de ser (como hacen los discursos acerca de la identidad), sino acerca de lo que debemos hacer para garantizar la paz, la libertad y la prosperidad de los europeos. Ello pasa por adoptar medidas que los acerquen los unos a los otros para que superen todo aquello que los separa y que los ha llevado, en otras épocas, a matarse o a competir más o menos ferozmente por el espacio, por las materias primas, por la búsqueda de la hegemonía política, económica, ideológica, religiosa, etc. Volver al texto


Citación sugerida: Molina Molina, José Antonio (2022): La lengua europea común (Círculo Rojo, 2022).
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jueves, 3 de noviembre de 2022

La lengua europea común - Fragmento 4

 


1.2 «Identidad europea» y otras pesquisas a evitar en la praxis



Es necesario, si queremos hacer frente a una tarea tan ambiciosa como la unidad de Europa, realizar un escrutinio de las preguntas que nos agobian para descartar las que, por muy meritorias que sean, no nos acercan a nuestros objetivos. Toda pregunta es pertinente, desde luego, en un trabajo donde la erudición o la natural inclinación del hombre al conocimiento último sea la tónica; pero, como hemos dicho, en el trabajo de campo priman las pesquisas directamente vinculadas con la transformación de la realidad para que se aproxime a nuestro sueño.

  Mucho se ha escrito sobre Europa, sobre lo que es y lo que no es, sobre su naturaleza de concepto geográfico, histórico, cultural, mítico, etc. Parece claro que Europa es una península del continente euroasiático, que sus fronteras vienen delimitadas por sus costas y las de las islas cercanas, salvo en oriente, donde sus límites son más controvertidos. ¿Son Rusia y Turquía parte de Europa, sin ir más lejos? ¿Dónde acaba Europa y empieza Asia? Preguntas como esas pueden llenar muchas páginas. No obstante, desde nuestro punto de vista diremos simplemente que Rusia y Turquía son Europa si ellas quieren serlo, en la medida en que quieran participar en las iniciativas que hagan realidad una Europa en paz, libre, segura y próspera, y que cumplan como principio categórico el respeto integral por todos los valores europeos, condición esta sin la cual su interés estaría marcado por la hipocresía y no sería aceptable. Toda indagación ulterior en esta cuestión es una pérdida de tiempo para nuestros fines.

  La propia palabra Europa es oscura. Se acepta mayoritariamente que es el nombre de una princesa fenicia a la que el dios Zeus, convertido en un toro blanco, sedujo para posteriormente raptarla y hacerla suya más allá del mar. Se trata de una hermosa historia con sabor clásico y con la que suelen empezar muchos de los libros que hablan de la historia de Europa, pero ulteriores indagaciones acerca del origen de esa palabra, como no sean de carácter anecdótico, son inútiles en el terreno de la acción. También lo son las disquisiciones acerca del uso que los antiguos hicieron del término, si llamaban así a las tierras del oeste o del norte, si a sí mismos se llamaron europeos o no, o en qué momento o coyuntura histórica el concepto de Europa adquiere consistencia por sí mismo y deja de vincularse en exclusiva con la cristiandad.

  Mucho se ha especulado también sobre la cultura europea. ¿Se puede hablar de una cultura única en Europa, o más bien de un conjunto de culturas? En caso de que sea lo segundo, ¿qué tienen en común o qué grado de correlación existe entre ellas? ¿No sería esa correlación testimonio de que, en el fondo, son una cultura única? Debates circulares como este se alejan de nuestros propósitos, pues en nada contribuyen a la lucha por el objetivo del «nunca más». Ciertamente es útil caracterizar la cultura o culturas europeas, pero si ello significa emplear demasiados de nuestros recursos, hasta el punto de tener que demorarnos indefinidamente en el contenido semántico de la palabra cultura, es obvio que no estamos en el camino correcto. Se trata de otra cuestión en la que no hay que retrasarse a la hora de emprender el sendero de la acción, pues puede sortearse con algo que podría ser fácilmente consensuado: que en Europa todos los pueblos se encuentran estrechamente relacionados desde un punto de vista cultural e histórico. Sus mundos simbólicos han bebido de unas mismas fuentes ancestrales y responden a una misma arquitectura mental, forjada fundamentalmente en la antigüedad grecolatina. Con ello se alía su estrecha vecindad geográfica y su alto nivel de interacciones, las cuales terminaron por solapar todavía más dichos mundos simbólicos. Volveremos más tarde sobre ello.

  En lo que se refiere a la historia, la dicotomía entre el singular y el plural difícilmente es sostenible. Parece claro que existe una historia de Europa, y, aunque cualquier estudioso focalizara su atención en la historia de un Estado concreto, inevitablemente tendría que hacer referencias continuas al contexto sincrónico europeo global de cada época. Solo un punto de vista anacrónico podría adoptar el empeño de narrar la historia de un Estado nación particular vinculando sus orígenes a tiempos remotos y considerándolo aisladamente, bajo una trasnochada óptica chovinista o doctrinaria. De hecho, igual que ocurre en la física de partículas, es decir, que cuanto más se escudriña la materia, más desaparece esta y solo se encuentra pura energía, así también, cuanto más preclaro se vuelve el relato histórico, más se desdibujan las naciones ante nuestros ojos y más se comprende que son solo parte de coyunturas siempre cambiantes. Se podría decir que la historia revela que los Estados nación son el fósil de un despropósito: el de considerar discreto algo que era continuo o entender como contable lo que habría de ser incontable. No se pueden parcelar las culturas, las ideas, los valores o las costumbres, sobre todo en un continente tan pequeño y tan densamente poblado; es un esfuerzo tan baldío como poner trabas a los vientos o dibujar líneas fronterizas en la superficie del agua del mar.

  Existe otra pregunta importante que tiene relación con el proyecto de la Unión Europea y podría enunciarse inquiriendo acerca de cómo conciliar los Estados nación con el proyecto de un Estado federal continental. Recordemos, aunque no siempre se diga explícitamente, que la Unión Europea camina, o debe caminar, si alguna aspiración de solidez y de futuro tiene, hacia una federación a la que muchos han llamado los Estados Unidos de Europa. Si uno analiza el concepto de federación y el concepto de Estado nación podría contestar, simplemente, que no se pueden conciliar ambas cosas. En efecto, no es posible esperar de los Estados nación, celosos guardianes de su soberanía, que alcancen alguna vez el grado de vinculación que existe entre los Estados federados. En todo caso, el sistema organizativo a alcanzar sería el del unionismo, que se diferencia del federalismo en que los componentes ven garantizada por completo su soberanía y se limitan a coordinarse mediante alianzas y pactos internacionalesnota 2. Si el federalismo europeo ha funcionado hasta ahora, ha sido porque su carácter funcionalista ha permitido que las naciones no se vean agredidas en su soberanía. Pero parece obvio que no puede esperarse de las naciones jacobinas una federación europea, a menos que se transformen ellas también en Estados federados, como defendería Proudhonnota 3. El asunto es serio, porque parece poner un coto insuperable a los empeños de integración europea. No se puede esperar que las naciones, protagonistas visibles de los mayores desastres de Europa, enarbolen la bandera de la unidad sin asumir la necesidad de una honda transformación de sí mismas. Si esta cuestión la incluimos, de momento, entre aquellas que deseamos soslayar someramente en el camino de la acción, es porque para nosotros, los constituyentes de Europa, los que debemos unir para conseguir nuestro «nunca más», no serán las naciones.

Notas:
2 A partir de los proyectos de Coudenhove-Kalergi y Aristide Briand, de los años 20, surgieron después de la Segunda Guerra Mundial muchas organizaciones paneuropeas que podían dividirse entre unionistas y federalistas (Aracil, 1998, p. 72). Los unionistas defendían que los Estados miembros mantuvieran por completo su soberanía, de manera que el proyecto de unidad europea se vinculaba con la mera cooperación intergubernamental. Los federalistas sí admitían la posibilidad de que los Estados cedieran una parte de su soberanía a otras instancias creadas al efecto, de carácter federal o confederal (Valle, 2006, p. 131). La Unión Europea, finalmente, pareció transitar por una vía media entre ambos extremos, mediante la creación de instituciones supranacionales: el modelo adoptado no se basa en una mera cooperación intergubernamental, porque los Estados ceden una mínima parte de su soberanía a dichas instituciones, pero dicha cesión no es tan importante como para hablar, globalmente, de un Estado confederal o federal (ibidem).Volver al texto
3 En su obra de 1863, El principio federativo, Pierre-Joseph Proudhon defiende un concepto de federación sin un poder centralizado, en el que los actores serían también federaciones. El problema político puede reducirse a la necesidad de «hallar el equilibrio entre dos elementos contrarios, la autoridad y la libertad […] Las anomalías o perturbaciones del orden social resultan del antagonismo de sus principios, y desaparecerán en cuanto los principios estén coordinados de suerte que no puedan hacerse daño» (Proudhon, 1868, p. 108). La forma de equilibrar ambos elementos es someterlos a un ordenamiento superior, que en su opinión puede ser el contrato federativo. Como reza en sus conclusiones, «la Federación resuelve, en la teoría y en la práctica, el problema del concierto de la libertad y de la autoridad, dando a cada una su justa medida, su verdadera competencia y toda su iniciativa. En consecuencia, únicamente ella garantiza, con el respeto inviolable del ciudadano y del Estado, el orden, la justicia, la estabilidad y la paz» (ibidem). Las naciones, con sus poderes centralizados, son ejemplos contrarios a la federación, pues su constitución no responde, la mayoría de las veces, a un libre acuerdo de comunidades humanas, sino a la voluntad de una elite dominante que unifica el territorio para acomodarlo a sus intereses a costa de pluralidades preexistentes, como la lingüística. Parece claro que no puede esperarse de una Europa basada en Estados nación que cualquier esfuerzo federativo tenga éxito a la larga, porque los intereses nacionales siempre constituirán fuerzas centrífugas que amenazarán el equilibrio, la cohesión y la solidaridad entre los pueblos, separados entre sí por fronteras políticas más recias que la tenue y abstracta voluntad federativa.Volver al texto



Citación sugerida: Molina Molina, José Antonio (2022): La lengua europea común (Círculo Rojo, 2022).
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