jueves, 29 de diciembre de 2022

La lengua europea común - Fragmento 8

 

1.5 Las edades de Europa


Cabe decir algo más acerca del sistema u organismo europeo descrito antes como compuesto por 730 millones de personas vinculadas entre sí por un ethos o una intersubjetividad común. Ello nos puede servir para hacer notar más explícitamente que las acciones encaminadas a la unidad de los europeos no consisten tanto en la inauguración de esa unidad como en el reforzamiento de una unidad subyacente. La unidad buscada para los europeos existe ya, en potencia, en el organismo Europa, de otro modo su planteamiento sería mucho menos convincente.

   Respecto a Europa se ha dicho a veces que existe el peligro de que los árboles no nos dejen ver el bosque. Es decir, que la diversidad aparente no nos deje ver la unidad subyacente, lo que puede movernos al escepticismo en relación con cualquier proyecto o iniciativa que tenga como objetivo primordial la unidad europea. Engañada por el espejismo de las naciones y de las múltiples lenguas, nuestra percepción puede presentarnos una Europa con la forma de un puzle de piezas obligadas a encajar entre sí. Es necesario, si hemos de creer que podemos dejar atrás los peligros y los problemas que origina la fragmentación entre los europeos, superar esta percepción radicalmente pluralista para poder vislumbrar lo que hay de común entre todas las comunidades, pueblos o gentes de Europa. Y si es necesario es porque esa unidad semioculta es la que debe sustentar cualquier proyecto de integración que se proponga elevar la fraternidad y la solidaridad entre los europeos para que se sientan como un solo pueblo, de otro modo, todo proyecto en tal sentido sería como un castillo de naipes sustentado en el vacío.

   El reconocimiento de la unidad entre los europeos puede conseguirse a través de una perspectiva sincrónica y una perspectiva diacrónica. La primera encontraría tantos motivos culturales comunes que postularía, acerca de los europeos, que forman una sola civilización que, por avatares históricos varios, se han agrupado en parcelas políticas y lingüísticas en competencia unas con otras. Baste elegir, para demostrarlo, una corriente arquitectónica especialmente emblemática de Europa. Las catedrales medievales tachonan la geografía europea y en cada lugar son diferentes, pero enseguida se observan unas soluciones constructivas comunes, una iconografía común, un mismo sentido del espacio, de la luz, etc. En definitiva, responden a una única corriente arquitectónica, la del arte gótico. Las catedrales góticas son como las puntas emergentes de un mismo iceberg. Desde la superficie vemos espigones esbeltos emergiendo por encima del mar, cuyas semejanzas exteriores ya anuncian una suerte de esencia común a todos ellos. Una percepción más profunda confirma esa sospecha, pues revela que todos los espigones forman parte de un mismo bloque helado que habita bajo la superficie; es decir, que todas las catedrales europeas responden a un mismo universo cultural y religioso. Lo mismo puede decirse de otras manifestaciones artísticas que pueden considerarse variaciones de temas comunes (Jáuregui, 2000). 

   En otro orden de cosas, más profundo, la perspectiva sincrónica encuentra similitudes de capital importancia que vuelven a hablar de una unidad subyacente. La democracia es un concepto genuinamente europeo y común a todas las naciones del continente, pero con manifestaciones diferentes. Los derechos humanos también son un imperativo categórico para todos los pueblos europeos, aunque se manifiesten en legislaciones diferentes. La separación entre la religión y el Estado; el punto de vista racional; el espíritu científico; las concepciones sobre el arte, sobre el lugar del hombre en la naturaleza y muchas otras dimensiones del universo mental del ser humano, comunes a todos los europeos, atestiguan un acervo común para todos ellos.

   La perspectiva diacrónica se serviría del análisis histórico, y aquí también una percepción superficial podría conducir a resultados equivocados que podrían llegar a confundir los fotogramas con la película. En un cinematógrafo, lo real son los fotogramas, mientras que la película es una mera ilusión óptica motivada por la rápida sucesión de los mismos ante nuestros ojos. Pero en nuestro ejemplo es justo lo contrario: lo real es la película, el relato histórico en sí y todo su contenido, mientras que los fotogramas son las porciones de esa película que nosotros extrapolamos y analizamos separadamente. 

   Si nos ocupamos de la historia de Europa, indefectiblemente esta empieza con Grecia hace casi 3000 años, pero el modo en que nos aproximamos a dicha historia hace que seleccionemos los fotogramas correspondientes a Grecia y la estudiemos por separado del conjunto. Ello puede hacernos olvidar el hilo argumental de la película que estamos viendo, provocando que pensemos que la civilización griega es algo separado de Europa. Nada más lejos de la realidad: en los tiempos de la Grecia clásica, Europa ya existía porque Europa era Grecia o Grecia era Europa. Europa como concepto cultural, como cosmovisión, como intersubjetividad, como mentalidad, como arte, como ciencia, como razón en pugna o alianza con la religión, ya existía cuando los niños atenienses estudiaban a Homero, cuando Platón redactaba su República, cuando la biblioteca de Alejandría bullía de actividad intelectual. La estructura genética de Europa, por decirlo así, apareció en Grecia, y luego se fue alimentando con las contribuciones romanas, cristianas, germanas, eslavas, etc. No hay discontinuidad entre nosotros y el mundo griego; nosotros mismos somos griegosnota 10, como diría Shelley, y la percepción de esa continuidad, que a la postre conlleva el descubrimiento de la unidad europea subyacente a lo largo de estos tres milenios, puede verse amenazada por un modelo de aproximación basado en el estudio discreto de la historia, en la selección de fotogramas artificiales de la película global, en la consideración de Grecia como una civilización separada y anterior a la europea.

   La clasificación del tiempo histórico, si bien necesaria para aproximarse a su estudio de una forma accesible, ha de cuidarse de no establecer discontinuidades abruptas que den lugar a percepciones erróneas, como la de olvidar que Europa nace con Grecia y que, por tanto, la civilización europea (su cultura, su arte, su filosofía, su ciencia y su espíritunota 11) ha existido sobre este mundo durante casi tres milenios. Y si puede hablarse de una civilización tan longeva, es obvio que ha de tener en su haber un acervo que la diferencie de otras, que represente un ethos particular o que constituya el grado de cohesión suficiente entre todas las partes de su geografía como para poder catalogarla como una civilización y no como un grupo de civilizaciones inconexas y bien diferenciadas.

   Con la intención de tener presente esa continuidad histórica, nos parece oportuno sustituir el modelo tradicional que separa la historia de Europa en Edad Antigua, Edad Media, Edad Moderna y Edad Contemporánea por otro modelo provisional, el de las tres edades de Europa, que enunciamos como sigue:

—Primera Edad de Europa: Comenzaría después del hundimiento del mundo micénico, con la Grecia arcaica, hacia el siglo VIII a. C. Acabaría con la caída del Imperio romano de Occidente, entorno al año 476 d. C.nota 12;

—Segunda Edad de Europa: Abarcaría desde la caída del Imperio romano de Occidente hasta el inicio de la Ilustración y la Revolución Industrial en el siglo XVIII. Coincide pues con la Edad Media y la Edad Moderna, que consideramos oportuno englobar en una sola edad.nota 13;

—Tercera Edad de Europa: Comenzaría con la Ilustración y la Revolución Industrial en el siglo XVIII y llegaría hasta nuestros días. Coincidiría entonces con la Edad Contemporánea.

   Con este modelo se hace patente en todo momento que estamos hablando, aun cuando el estudio se centre en Grecia o Roma, de Europa, pues los siglos que abarcaron la construcción del mapa genético europeo por parte de griegos y romanos abarcan la totalidad de la Primera Edad de Europa. El modelo también evita la connotación valorativa de antigua, media, etc. La conocida como Edad Antigua, y que nosotros llamamos Primera Edad, no es ciertamente «antigua», pues la mayor parte de nuestra arquitectura mental (que incluye la democracia, el derecho, el humanismo, el espíritu científico, la hegemonía de la razón, el léxico, etc.) arranca en esa etapa de nuestra historia y sigue plenamente vigente, no habiendo sido superada salvo en la forma, que no en su esencia. Primera, Segunda, Tercera, etc. son ordinales que expresan la sucesión del tiempo histórico y están exentos de cualquier juicio valorativo. Por último, este modelo evita el problema de tener que inventar nuevas denominaciones para las próximas edades o el de tener que estirar indefinidamente la Edad Contemporánea.

   Una mínima caracterización de las tres edades establece enseguida la vigencia en nuestros días de la Primera Edad de Europa, vigencia tan notoria que afecta a todas las dimensiones y atributos de nuestras identidades individuales y colectivas. Grecia y Roma volvieron una y otra vez, de manera recurrente, a lo largo de la Segunda y la Tercera Edad, por lo que, en justicia, no se puede decir que desaparecieran. Teniendo esto en mente, estamos más facultados para decir que Europa, tanto desde una perspectiva sincrónica como desde una perspectiva diacrónica, se caracteriza por poseer un patrimonio cultural compartido que ha ido evolucionando a lo largo de toda la historia del continente, sin que el actual espejismo de las nacionalidades, de las lenguas y de la riqueza desigualmente repartida pueda amenazar un corpus cultural común de casi 3000 años de edad. Sobre ese corpus cultural compartido puede construirse la unidad de Europa.


Notas:

10 «Todos somos griegos. Nuestras leyes, nuestra literatura, nuestra religión, nuestras artes tienen sus raíces en Grecia. Si no hubiera sido por Grecia, Roma, la maestra, la metrópolis, la conquistadora de nuestros antepasados no habría esparcido la luz con sus armas y ahora podríamos ser salvajes o idólatras. P. B. Shelley» (Gómez, 2011, p. 5).Volver al texto

11 En su obra El descubrimiento del espíritu: estudios sobre la génesis del pensamiento europeo en los griegos (Snell, 2007), B. Snell rastrea los orígenes griegos de la distinción entre cuerpo y alma, del pensamiento lógico y del concepto de individualidad, todos ellos constituyentes básicos de nosotros, como individuos, y piedras angulares de la civilización europea.Volver al texto

12 En principio excluimos de la historia de Europa, propiamente dicha, a la civilización minoica y la civilización micénica, precedentes de la griega, por considerarlas demasiado orientales, todavía ajenas a ese universo de las polis arcaicas en las que se inició la racionalidad occidental. No obstante, téngase en cuenta que las primeras grandes obras de la literatura europea, las de Homero, sitúan sus acontecimientos en esa Grecia legendaria de héroes, batallas y dioses anterior a las polis. Las espadas de bronce que sitiaron a Troya hace más de 3000 años fueron espadas micénicas. La épica europea nace a partir de aquellos hechos, que fueron tenidos por legendarios hasta el desenterramiento de las ruinas de Troya en 1871 por parte de Schliemann, dando visos de realidad a la leyenda.Volver al texto

13 A nuestro entender, tanto la caída del Imperio romano de Occidente como el siglo XVIII, con la Ilustración y la Revolución Industrial, representan dos verdaderos cambios de ciclo en la historia de Europa, mientras que la diferencia entre Edad Media y Renacimiento es menos abrupta. Con la decadencia de Roma se produce un colapso de todo un mundo cultural, religioso y político que nunca desaparecería, pero pasaría a existir, en cierta medida, en estado de latencia, por debajo de la nueva religión importada de Oriente, pero de desarrollo europeo: el cristianismo. Por su parte, el siglo XVIII se caracteriza por una eclosión de la racionalidad, de origen griego, la cual, hasta ese momento, constreñida por la hegemonía de la religión, había sido un gen con cierto carácter recesivo, no dominante. Esa racionalidad afectó a todos los órdenes de la vida humana y, en su vertiente científico-técnica, explica la Revolución Industrial, que cambiaría la faz de la Tierra. Entre la Edad Media y el Renacimiento, como decimos, aunque en este último también se produjo una eclosión de motivos grecolatinos, no hay una discontinuidad tan evidente. En el Renacimiento el arte vio resurgir a Grecia y Roma, pero el mundo de la razón se hallaba todavía sojuzgado por la religión y demasiados sabios fueron censurados o quemados en la hoguera, en la peor tradición medieval. Por todo ello, consideramos el periodo entre la caída de Roma y el siglo XVIII como una sola edad, la Segunda Edad de Europa.Volver al texto



Citación sugerida: Molina Molina, José Antonio (2022): La lengua europea común (Círculo Rojo, 2022).
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jueves, 22 de diciembre de 2022

La lengua europea común - Fragmento 7

 

1.4 La materia de la que está hecha Europa


Hemos descartado, en virtud de nuestro enfoque pragmático, preguntas que podrían sumergirnos en un torbellino especulativo y alejarnos del camino operativo. Preguntas como «qué somos» carecen de relevancia frente a la preeminencia de otras como «qué queremos» o «qué necesitamos», y frente a la urgencia de derivar los esfuerzos dialécticos a la tarea de indagar acerca de los medios para conseguirlo. 

   Ahora bien, ninguna postura pragmática puede serlo completamente, pues descansa necesariamente en algún ejercicio especulativo previo más o menos consciente. Cuando una persona arrostra un desafío, es cierto que no inicia un soliloquio interminable antes de enfrascarse en la acción, pero sí es cierto que parte de una concepción de sí misma previa que la ayuda a cuantificar sus capacidades y, por tanto, sus probabilidades de éxito en la empresa que se propone comenzar. Del mismo modo, sin caer en el vicio de la abstracción y solo desde un punto de vista funcional, cabe decir algo acerca del sujeto que se propone abordar la gran empresa de una Europa en paz, libre, próspera y segura. 

   Con esa intención, en la frase «qué queremos» cabe preguntarse quién o qué es el sujeto. Inmediatamente cabe responder «nosotros», es decir, los europeos, pero si esto es así, ¿cómo es que en 80 años los ciudadanos europeos apenas han participado activamente en el proceso de integración europea? En realidad, aunque resulte paradójico, son las naciones, las garantes mismas de la fragmentación política del continente, las que han enarbolado el proceso de la unidad europea. Y esto ha conducido a la falsa concepción de que unir Europa es unir naciones. Las naciones son fluctuaciones coyunturales del devenir histórico legitimadas sobre principios a menudo falsos y violentos, y su agrupación también será una fluctuación coyuntural que durará lo que dure el espejismo del federalismo funcionalista. 

   En otras palabras: tal y como apuntamos en apartados precedentes, las naciones no pueden ser el verdadero sujeto de la acción encaminada a la unión, porque de un Estado nación no puede esperarse, por su propia definición, que sea el cimiento de una organización soberana más grande que él. El programa político de la unidad europea consiste en la consecución de un Estado federal y el modelo del Estado nación jamás podrá llevar a su último término un proyecto tal. Lo dicho implica que las naciones tampoco pueden ser el objeto de la acción encaminada a la unión, porque por su propia naturaleza no puede esperarse de ellas una unión política duradera del continente a menos que concedan tantas cesiones de soberanía que dejen de ser naciones tal y como las entendemos.

   Para conseguir el sueño de la paz permanente en Europa hay que ir más allá de las naciones y preguntarse acerca de lo que estas han separado. Por toda suerte de criterios, más o menos arbitrarios, unas pocas elites gobernantes trazaron fronteras en el mapa de Europa que pusieron a unos europeos contra otros, y hasta tal punto esas elites supieron usar las pasiones populares que, ya fuera mediante el miedo o mediante la explotación de un orgullo nacional inventado, podían servirse de ellos (los europeos) hasta el punto de empujarlos a guerras fratricidas, donde encontraban la muerte. La aberración que esto supone será siempre una maldición sobre todas las nacionalidades, capaces de sacrificar al individuo para autoafirmarse, es decir, capaces de sacrificar justo a quienes habían de servir. 

   El enfrentamiento de unos europeos contra otros hasta la muerte es algo que no puede repetirse, por ello, la materia que hay que unir en Europa consiste en los propios europeos y no en las naciones que contribuyeron a enfrentarlos. Han de ser ellos, pues, los sujetos de la unión, pues nadie más que ellos sufre las consecuencias de la fragmentación. Y han de ser ellos los que se unan para conseguir un grado de fraternidad tal que todos rechacen como una aberración abominable la idea de ir a las armas contra otros europeos, hasta el punto de que cada uno considere que dañar a otro europeo es como dañar a un vecino muy cercano con el que debería convivir y colaborar por el propio bien. Si esto se consigue, que los europeos se sientan como un solo pueblo, no habrá dirigente que pueda fragmentar una unión tan estrecha.

Así pues, en el camino de la acción que estamos abordando, diremos que los constituyentes últimos de Europa son los europeos y que una Europa unida significa la unión de todos los europeos. Esto no deslegitima la actual Unión Europea, auténtico hito histórico de nuestro tiempo, pero sí constituye un aviso de que la misma puede tener una fecha de caducidad en tanto que no implique a los ciudadanos en el proyecto de integración. La auténtica Unión Europea no será una unión de naciones, sino una unión de europeos, y en esta declaración no existe nada presuntuoso, sino la constatación de que, en el fondo, para mejorar la cohesión de un sistema dado (Europa), hay que fortalecer los vínculos entre sus constituyentes básicos (los europeos), no entre meras homogeneidades contingentes (las naciones) presentes en el mismo.

   Pero Europa no es un conjunto inconexo de 730 millonesnota 7 de unidades independientes, sino que existe ya entre ellas un cierto grado de cohesión previa. Esa cohesión no ha sido suficiente, hasta ahora, para que los europeos superen el espejismo nacional que los separa, que les ha sido implantado desde arriba durante generaciones y que han vinculado a su identidad personal. Caracterizar esa correlación previa nos haría entrar en toda la suerte de preguntas que hemos pretendido soslayar, no obstante, si hemos eludido el término 'identidad', eso no significa que no dejemos nada en su lugar para dar cuenta de ese vínculo que ya existe entre los europeos y que permite hablar, efectivamente, de sistema y no de un conjunto de unidades independientes. 

   Lo que sí se puede apuntar es que los europeos, por su situación de vecindad geográfica, por una historia compartida —que en ocasiones les ha hecho vasallos o ciudadanos de un mismo imperio y acólitos de una misma religión—, por tener en común unos mismos ancestros culturales grecolatinos, por su historial de alianzas y confrontaciones, y por una cultura cosmopolita e ilustrada —la cual sería el mejor y mayor legado que Europa puede dejar al mundo—, participan de una misma red de significados, de valores, de paradigmas, de tendencias, etc. Puede atribuirse a los europeos, bajo este punto de vista, una misma percepción de la realidad, es decir, un ethosnota 8, una cosmovisión, una intersubjetividadnota 9 europea. 

   Conceptos como el último, la «intersubjetividad», tomado de la psicología social, no es un sustituto apresurado de la noción de 'identidad', sino un término que responde mejor a la realidad de los europeos y que no tiene la rigidez, la violencia homogeneizadora y la carga nacionalista que tiene el término 'identidad'. En efecto, mientras esta es excluyente, pues separa y dibuja fronteras, la intersubjetividad es mucho más sutil y, en primera aproximación, es incluyente, pues toda red de significados puede albergarse dentro de otra mayor. La identidad se relaciona con el «soy» y provoca no pocos desvaríos ontológicos y separatistas. La intersubjetividad, en cambio, se relaciona siempre con una colectividad, que puede o no ser heterogénea, y sus componentes, debido a la interacción permanente entre ellos —en la que tiene una especial relevancia el lenguaje— han acabado por elaborar unas ciertas percepciones comunes de la realidad. Por el propio valor semántico del término, que se asocia de modo muy adecuado a la mencionada correlación entre los europeos, y por ser una alternativa al término 'identidad', estando a salvo de las rígidas, estrechas y violentas connotaciones nacionalistas de este y de toda su controversia, nos parece que el concepto de «intersubjetividad» es pertinente.

   No se trata, al usar el concepto de «intersubjetividad europea» u otros, como el «ethos europeo», de iniciar un debate con objeto de definir con precisión a lo europeo, sino de un recurso razonable para describir la naturaleza sistémica de Europa eludiendo toda la violencia y toda la inútil controversia implícita en el concepto de «identidad europea». Como hemos dicho, nuestra intención al conceder algún rédito a la cuestión de «quiénes somos» o «qué es Europa» era de índole funcional, no especulativa, como interludio a la empresa afrontada. El sendero de la acción encaminada a unir Europa implica necesariamente una concepción previa de la misma que se atenga a su realidad actual, no a un futuro soñado. No se puede empezar a trabajar por la unidad europea caracterizando una identidad europea, porque eso significa confundir el estado deseado con el estado actual de las cosas, lo cual resta todo sentido a la acción, porque esta encuentra su significación, precisamente, en la distancia entre lo real y lo soñado. En nuestro camino partimos pues de la constatación, simple y diáfana, de que Europa está constituida por el sistema de las personas que habitan en sus tierras, personas que se encuentran vinculadas entre sí porque comparten una intersubjetividad específica, que es fruto de la vecindad geográfica, de una historia común y de un mismo entorno cultural cosmopolita y de raíces ancestrales.


Notas:

7 La población de la Unión Europea es de 503 millones de habitantes (véase http://europa.eu/about-eu/facts-figures/living/index_es.htm, recurso consultado en diciembre de 2015), no obstante, considerando también los países extracomunitarios (Rusia, Noruega, Suiza, Islandia, etc.) resulta la cifra referida, la de 730 millones de personas, en el año 2000 (Naciones Unidas, 2002, p. 425). Es significativo que, según las proyecciones de las Naciones Unidas, la población europea no dejará de decrecer en los próximos cinco decenios, perdiendo entorno a 100 millones de habitantes para el año 2050 (ibidem).Volver al texto

8 El ethos es el «conjunto de actitudes, convicciones, creencias morales y formas de conducta, ya sea de una persona individual o de un grupo social, o étnico, etc.» (Maliandi, 1991, p.14).Volver al texto

9 Se trata de un concepto del que se sirven la filosofía, la epistemología, la psicología social, etc. En nuestro caso, baste considerar el término en su acepción más evidente, que es la de ser una subjetividad compartida, es decir, la subjetividad de una comunidad humana, compuesta no tanto por la suma de las subjetividades individuales, sino por el producto de su interacción. Lo mismo que la subjetividad de una persona condiciona su visión del mundo, los significados que adhiere a los fenómenos y, en fin, su propia conducta y potencialidades, la intersubjetividad de una comunidad humana determinará la cosmovisión de esa comunidad y los hechos culturales que puedan esperarse de la misma. La intersubjetividad de la comunidad y la subjetividad de cada individuo se implican mutuamente. La persona encuentra su horizonte de posibilidades y realización, así como los parámetros de su propia identidad en el seno de una intersubjetividad. Al mismo tiempo, su subjetividad, en la medida en que puede influir sobre otras (lo mismo que ella es influida) contribuye a modular la intersubjetividad de la comunidad. También es evidente, en la construcción natural de una intersubjetividad, lo mismo que lo es en la cultura —pues esta, en verdad, es inseparable de aquella— la importancia de la herramienta básica de comunicación humana, el lenguaje, pues solo a través de él pueden crearse y evolucionar los significados compartidos, que son el núcleo de todo mundo intersubjetivo.Volver al texto



Citación sugerida: Molina Molina, José Antonio (2022): La lengua europea común (Círculo Rojo, 2022).
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jueves, 1 de diciembre de 2022

La lengua europea común - Fragmento 6

 

1.3 La cuadratura del círculo: unida en la diversidad


   El lema que la Unión Europea adoptó en el año 2000 es una declaración de intenciones, pero también una expresión de sus contradicciones. Precisamente por ser un enunciado antitético carece de la suficiente convicción como para movilizar conciencias e impulsar acciones concretas. La «fe» europeísta, que parece descansar en un misterio parecido al de la Santísima Trinidad de los católicos, puede quebrarse en cuanto la realidad, múltiple y diversa, resquebraje la presunta unidad subyacente o suprayacente que se proponía como principio. 

   El lema «unida en la diversidad» no parece que pueda ser, en sí mismo, una arenga convincente ni una expresión de la realidad actual de los europeos. Si ello es así, es porque expresa un principio antitético que carece de una materialización concreta y no puede, precisamente por eso, seducir a los ciudadanos. Puede elaborarse una explicación del principio aduciendo que nuestra comprensión de la realidad es estratificada y, por tanto, nuestros juicios sobre ella también pueden serlo. 

   Los mapas temáticos ofrecen la imagen precisa de esa concepción. Un mapa que muestre las diferentes comunidades lingüísticas europeas, por ejemplo, es un mosaico multicolor en el que la diversidad triunfa. Si ahora clasificamos las lenguas en función de si pertenecen a la familia románica, germánica, eslava, etc., obtenemos un mapa en el que hay poco más de tres colores principales. Y si, finalmente, consideramos un mapa que clasifique las lenguas en función de si proceden de la familia indoeuropea o no, tendremos un mapa con casi un único color. De la misma forma, un mapa político mostraría también una amplia gama de colores, uno por cada Estado nación europeo. Si ahora superponemos un mapa que asigne un mismo color a todas las naciones del continente gobernadas por regímenes democráticos, obtendríamos un mapa monocromo. En otras palabras: unidad y diversidad pueden coexistir porque habitan en niveles distintos y, por eso, bajo cierta óptica, veremos un mapa de Europa multicolor, mientras que bajo otra óptica podríamos ver un mapa monocromo. 

   Pero la anterior explicación, por muy gráfica que sea, no es sino evidente por sí misma y no aporta fortaleza al principio de «unida en la diversidad» ni puede convertirlo en leitmotiv de ninguna acción. Los ciudadanos perciben una Europa llena de pluralidad, y la unidad (descrita por los mapas monocromos anteriores) solo se percibe bajo un esfuerzo abstractivo que no puede mantenerse presente, porque carece de un referente real. Un europeo tiene en mente la pluralidad de lenguas: francés, español, inglés, alemán, etc., pero en ningún momento convive de modo cotidiano con el hecho de que todas ellas tienen elementos comunes debido a que proceden del indoeuropeo, una abstracción derivada de la filología comparada. 

   En la práctica, entonces, la unidad es solo identificable tras un esfuerzo especulativo o argumentativo que queda fuera de las competencias o de los intereses de la gran mayoría de los ciudadanos de Europa. El lema de Europa cojea porque la razón instrumentalnota 6, aquella que sirve a nuestra vida cotidiana, percibe la diversidad, mientras que la unidad pertenece al terreno de una razón menos accesible porque requiere un grado de análisis mayor. Tenemos la diversidad interiorizada, pero la unidad no, porque carece de realizaciones concretas y asimilables directamente desde el punto de vista del ciudadano.

   Lo dicho no deslegitima el lema europeo; la crítica precedente denuncia su escasa asimilación por el público porque pertenece al ámbito de la retórica europeísta, que no tiene una materialización concreta. De una parte, es antitético, porque expresa dos realidades diferenciadas que no pueden coexistir a primera vista, y de otra, claramente, cuando se aplica a la realidad, manifiesta un grave desequilibrio entre los dos extremos que pretende hermanar, porque el uno (la diversidad) es mucho más aparente que el otro (la unidad). Evidentemente, ello marca el camino a seguir, el de favorecer la unidad respetando la diversidad, pero eso no nos aporta ninguna medida concreta a implementar, por lo que el lema europeo (como el concepto de «identidad europea») solo tendría alguna validez a posteriori, porque de considerarse a priori carece de fuerza y poder de convicción.


Notas:

6 Usamos aquí «razón instrumental» en el sentido de la racionalidad empleada en la vida cotidiana, con arreglo a fines, al sentido práctico superficial que busca la economía y la eficacia antes que la adecuación a la verdad o la comprensión genuina, que elude cualquier profundización y que censura la realidad en función de lo que es aparente a primera vista y por tanto útil, y lo que no lo es, y por lo cual se asume como carente de utilidad. Tomamos el concepto de la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt, representada por pensadores como Horkheimer, Adorno, Marcuse y Habermas (Moreno, 2003). La racionalidad instrumental es aquella de origen científico-técnico que se supedita a los instrumentos o medios para conseguir un fin, que se vincula con intereses económicos o productivos y que acaba por conquistar todas las dimensiones de la vida humana. El individuo de este modo queda supeditado a un sistema, y su identidad, como individuo y como miembro de una colectividad, queda anulada, pasando a ser una pieza más del entramado sistémico. La racionalidad completa, objetiva, con todo su potencial para ofrecer una visión holística de la realidad, sin el filtro de lo que es provechoso solo a corto plazo o solo para algunos, queda relegada. Esta alienación puede explicar que, convertidos en rebaños de consumidores, asistamos impasibles al deterioro inexorable de los ecosistemas naturales causado por nuestro modo de vida y a los estragos que provoca el reparto desigual de la riqueza, que la ética derivada de un discurso racional objetivo sancionaría. La razón, colonizada por los imperativos sistémicos, puede conducir a resultados irracionales.Volver al texto


Citación sugerida: Molina Molina, José Antonio (2022): La lengua europea común (Círculo Rojo, 2022).
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