jueves, 27 de octubre de 2022

La lengua europea común - Fragmento 3


1. LA BÚSQUEDA DE LA UNIDAD EUROPEA


1.1 Las preguntas fundamentales en relación con la praxis de la unidad


A menudo sucede que, ante problemas concretos, cuya solución podríamos encontrar echando mano de toda la potencia de nuestro raciocinio y toda la buena voluntad de nuestro corazón, nos demoramos indefinidamente en divagaciones estériles. Cuando caemos en ese tipo de divagaciones significa que nuestro compromiso por afrontar el problema no es auténtico y solo buscamos evitarlo, desentendernos de él, en lugar de resolverlo. Un indicio de que estamos cayendo en este tipo de actitudes consiste en que ocupamos unas energías y un tiempo preciosos en tratar de responder preguntas artificiosas, preguntas que no están directamente relacionadas con el planteamiento del problema.

  En este sentido, podemos hablar de «preguntas pertinentes» y «preguntas no pertinentes». Las primeras ilustran el problema, lo encaran de frente, y su mero planteamiento es ya el principio de su solución, la cual coincide con la respuesta a esas preguntas; las segundas son las preguntas sobre cuestiones aledañas o satélites, relacionadas solo indirectamente con el problema, y que a menudo existen en un contexto especulativo o ideológico con escasa o nula vinculación con el mundo de hecho, que es aquel en el que reside el problema planteado. En el problema que nos ocupa, la aspiración de una Europa unida, será pertinente toda indagación acerca de los medios concretos para lograr ese objetivo. Otras preguntas, como la cuestión de si existe una identidad europea a priori, o si la cultura europea es una o es múltiple, o cuáles son los limites orientales de Europa, o qué significa realmente un principio antitético como «unida en la diversidad», etc., pueden ser también importantes, pero son menos pertinentes y a menudo se convierten en trampas en las que caemos y que retrasan indefinidamente el descubrimiento de la estrategia para resolver el problema de partida. 

  La ética budista nos da un buen ejemplo que ilustra lo que queremos decir. En una de sus parábolas (Panikkar, 2002, p. 61), un hombre es herido por una flecha envenenada, pero en lugar de permitir su curación prefiere indagar acerca de quién ha sido el hombre que le ha herido, cuál es su casta, a qué familia pertenece, con qué clase de arco realizó su agresión, cuál es la composición del mismo y de la cuerda, qué tipo de flecha ha utilizado, etc. Todas estas indagaciones son inútiles y solo consiguen que el hombre, habiendo eludido la tarea de primordial importancia —la de permitir que el médico le salve la vida— muera. Con esta historia, Buda ilustra el carácter pragmático de su doctrina: no se detiene en cuestiones metafísicas, sino en un problema concreto, el del dolor de la existencia humana, estableciendo una vía para su superación, una vía que no es arbitraria, sino fruto de una actitud que podríamos calificar de positivista. Las preguntas del hombre herido por la flecha son un ejemplo de preguntas no pertinentes. En su caso, las preguntas pertinentes hubieran sido cómo extraer la flecha con el mínimo daño, cómo detener la hemorragia, cómo luchar contra los efectos del veneno… En pocas palabras, cómo preservar su vida y evitar su muerte.

  Shakespeare expresa de otro modo algo parecido al poner en boca de Hamlet las palabras: «El color natural de nuestro ánimo se mustia con el pálido matiz del pensamiento, y empresas de gran peso y entidad por tal motivo se desvían de su curso y ya no son acción» (Ferrero, 2006, p. 87). El carácter irresoluto del príncipe de Dinamarca acaba por precipitar la muerte de la mujer que ama, la de su madre y la suya propia tras consumar su venganza, aunque podría decirse que la duda le había destruido mucho antes de que la espada envenenada de Laertes le hiriera. Es una característica de la naturaleza humana que el miedo, la ansiedad o el desbordamiento racional o emocional que sufrimos ante la dificultad de una empresa hace que levantemos un laberinto especulativo en el que nos encerramos constriñendo, con ello, el natural discernimiento, y desperdiciando unas energías y un tiempo preciosos que habrían de emplearse en la consecución del sueño que perseguimos. 

  No podemos cometer el mismo error que el hombre de la parábola budista o esperar, como Hamlet, hasta que las circunstancias impongan la dictadura del azar, una fuerza esta que no tiene por qué seguir los postulados de la razón y la ética. No podemos demorarnos en especulaciones estériles, fruto de preguntas no pertinentes, cuando la tarea urgente a realizar está clara y bien definida: preservar la paz y todos los valores europeos, evitar cualquier confrontación bélica, así como garantizar la calidad de vida de las comunidades europeas, incapaces de competir por sí solas en un mundo globalizado. Se trata de asegurar las condiciones que procurarán para el continente un estado permanente de paz, de libertad, de democracia, de respeto por los derechos humanos, de seguridad y de prosperidad, y las preguntas correctas serán aquellas específicamente vinculadas con estos objetivos. 

  Una vez clarificadas cuáles son las preguntas correctas, el paso siguiente será dar con las respuestas correctas, un proceso que solo puede abordarse desde una actitud razonable y sensata mediante una ética discursivanota 1 que derive en una solución consensuada y universal, y que, por tanto, pueda ser aceptada como válida y correcta por cualquier ser humano racional independientemente de su ideología, su afiliación política, religiosa, etc.


Notas:
 Se trata de un concepto desarrollado por el filósofo alemán Jürgen Habermas en el ámbito de su teoría de la acción comunicativa. La razón humana es inseparable de la discursividad. En una situación ideal de diálogo deben verificarse tres características: (i) la reversibilidad, es decir, que los participantes estén dispuestos a cambiar sus puntos de vista originales; (ii) la universalidad, que implica la participación en el diálogo de todos los que podrían verse afectados por sus conclusiones; y (iii), la reciprocidad, que supone el mutuo reconocimiento entre los participantes y la equidad entre todos ellos. De esta concepción de la racionalidad deriva la ética discursiva y su principio universal: «Toda norma válida tiene que satisfacer la condición de que las consecuencias y efectos secundarios que se derivan, previsiblemente, de su aceptación general para la satisfacción de los intereses de cada individuo, puedan ser aceptados sin coacción por todos los afectados» (Habermas, 2008). Volver al texto


Citación sugerida: Molina Molina, José Antonio (2022): La lengua europea común (Círculo Rojo, 2022).
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