1.2 «Identidad europea» y otras pesquisas a evitar en la praxis
Es necesario, si queremos hacer frente a una tarea tan ambiciosa como la unidad de Europa, realizar un escrutinio de las preguntas que nos agobian para descartar las que, por muy meritorias que sean, no nos acercan a nuestros objetivos. Toda pregunta es pertinente, desde luego, en un trabajo donde la erudición o la natural inclinación del hombre al conocimiento último sea la tónica; pero, como hemos dicho, en el trabajo de campo priman las pesquisas directamente vinculadas con la transformación de la realidad para que se aproxime a nuestro sueño.
Mucho se ha escrito sobre Europa, sobre lo que es y lo que no es, sobre su naturaleza de concepto geográfico, histórico, cultural, mítico, etc. Parece claro que Europa es una península del continente euroasiático, que sus fronteras vienen delimitadas por sus costas y las de las islas cercanas, salvo en oriente, donde sus límites son más controvertidos. ¿Son Rusia y Turquía parte de Europa, sin ir más lejos? ¿Dónde acaba Europa y empieza Asia? Preguntas como esas pueden llenar muchas páginas. No obstante, desde nuestro punto de vista diremos simplemente que Rusia y Turquía son Europa si ellas quieren serlo, en la medida en que quieran participar en las iniciativas que hagan realidad una Europa en paz, libre, segura y próspera, y que cumplan como principio categórico el respeto integral por todos los valores europeos, condición esta sin la cual su interés estaría marcado por la hipocresía y no sería aceptable. Toda indagación ulterior en esta cuestión es una pérdida de tiempo para nuestros fines.
La propia palabra Europa es oscura. Se acepta mayoritariamente que es el nombre de una princesa fenicia a la que el dios Zeus, convertido en un toro blanco, sedujo para posteriormente raptarla y hacerla suya más allá del mar. Se trata de una hermosa historia con sabor clásico y con la que suelen empezar muchos de los libros que hablan de la historia de Europa, pero ulteriores indagaciones acerca del origen de esa palabra, como no sean de carácter anecdótico, son inútiles en el terreno de la acción. También lo son las disquisiciones acerca del uso que los antiguos hicieron del término, si llamaban así a las tierras del oeste o del norte, si a sí mismos se llamaron europeos o no, o en qué momento o coyuntura histórica el concepto de Europa adquiere consistencia por sí mismo y deja de vincularse en exclusiva con la cristiandad.
Mucho se ha especulado también sobre la cultura europea. ¿Se puede hablar de una cultura única en Europa, o más bien de un conjunto de culturas? En caso de que sea lo segundo, ¿qué tienen en común o qué grado de correlación existe entre ellas? ¿No sería esa correlación testimonio de que, en el fondo, son una cultura única? Debates circulares como este se alejan de nuestros propósitos, pues en nada contribuyen a la lucha por el objetivo del «nunca más». Ciertamente es útil caracterizar la cultura o culturas europeas, pero si ello significa emplear demasiados de nuestros recursos, hasta el punto de tener que demorarnos indefinidamente en el contenido semántico de la palabra cultura, es obvio que no estamos en el camino correcto. Se trata de otra cuestión en la que no hay que retrasarse a la hora de emprender el sendero de la acción, pues puede sortearse con algo que podría ser fácilmente consensuado: que en Europa todos los pueblos se encuentran estrechamente relacionados desde un punto de vista cultural e histórico. Sus mundos simbólicos han bebido de unas mismas fuentes ancestrales y responden a una misma arquitectura mental, forjada fundamentalmente en la antigüedad grecolatina. Con ello se alía su estrecha vecindad geográfica y su alto nivel de interacciones, las cuales terminaron por solapar todavía más dichos mundos simbólicos. Volveremos más tarde sobre ello.
En lo que se refiere a la historia, la dicotomía entre el singular y el plural difícilmente es sostenible. Parece claro que existe una historia de Europa, y, aunque cualquier estudioso focalizara su atención en la historia de un Estado concreto, inevitablemente tendría que hacer referencias continuas al contexto sincrónico europeo global de cada época. Solo un punto de vista anacrónico podría adoptar el empeño de narrar la historia de un Estado nación particular vinculando sus orígenes a tiempos remotos y considerándolo aisladamente, bajo una trasnochada óptica chovinista o doctrinaria. De hecho, igual que ocurre en la física de partículas, es decir, que cuanto más se escudriña la materia, más desaparece esta y solo se encuentra pura energía, así también, cuanto más preclaro se vuelve el relato histórico, más se desdibujan las naciones ante nuestros ojos y más se comprende que son solo parte de coyunturas siempre cambiantes. Se podría decir que la historia revela que los Estados nación son el fósil de un despropósito: el de considerar discreto algo que era continuo o entender como contable lo que habría de ser incontable. No se pueden parcelar las culturas, las ideas, los valores o las costumbres, sobre todo en un continente tan pequeño y tan densamente poblado; es un esfuerzo tan baldío como poner trabas a los vientos o dibujar líneas fronterizas en la superficie del agua del mar.
Existe otra pregunta importante que tiene relación con el proyecto de la Unión Europea y podría enunciarse inquiriendo acerca de cómo conciliar los Estados nación con el proyecto de un Estado federal continental. Recordemos, aunque no siempre se diga explícitamente, que la Unión Europea camina, o debe caminar, si alguna aspiración de solidez y de futuro tiene, hacia una federación a la que muchos han llamado los Estados Unidos de Europa. Si uno analiza el concepto de federación y el concepto de Estado nación podría contestar, simplemente, que no se pueden conciliar ambas cosas. En efecto, no es posible esperar de los Estados nación, celosos guardianes de su soberanía, que alcancen alguna vez el grado de vinculación que existe entre los Estados federados. En todo caso, el sistema organizativo a alcanzar sería el del unionismo, que se diferencia del federalismo en que los componentes ven garantizada por completo su soberanía y se limitan a coordinarse mediante alianzas y pactos internacionalesnota 2. Si el federalismo europeo ha funcionado hasta ahora, ha sido porque su carácter funcionalista ha permitido que las naciones no se vean agredidas en su soberanía. Pero parece obvio que no puede esperarse de las naciones jacobinas una federación europea, a menos que se transformen ellas también en Estados federados, como defendería Proudhonnota 3. El asunto es serio, porque parece poner un coto insuperable a los empeños de integración europea. No se puede esperar que las naciones, protagonistas visibles de los mayores desastres de Europa, enarbolen la bandera de la unidad sin asumir la necesidad de una honda transformación de sí mismas. Si esta cuestión la incluimos, de momento, entre aquellas que deseamos soslayar someramente en el camino de la acción, es porque para nosotros, los constituyentes de Europa, los que debemos unir para conseguir nuestro «nunca más», no serán las naciones.
Notas:
2 A partir de los proyectos de Coudenhove-Kalergi y Aristide Briand, de los años 20, surgieron después de la Segunda Guerra Mundial muchas organizaciones paneuropeas que podían dividirse entre unionistas y federalistas (Aracil, 1998, p. 72). Los unionistas defendían que los Estados miembros mantuvieran por completo su soberanía, de manera que el proyecto de unidad europea se vinculaba con la mera cooperación intergubernamental. Los federalistas sí admitían la posibilidad de que los Estados cedieran una parte de su soberanía a otras instancias creadas al efecto, de carácter federal o confederal (Valle, 2006, p. 131). La Unión Europea, finalmente, pareció transitar por una vía media entre ambos extremos, mediante la creación de instituciones supranacionales: el modelo adoptado no se basa en una mera cooperación intergubernamental, porque los Estados ceden una mínima parte de su soberanía a dichas instituciones, pero dicha cesión no es tan importante como para hablar, globalmente, de un Estado confederal o federal (ibidem).Volver al texto
3 En su obra de 1863, El principio federativo, Pierre-Joseph Proudhon defiende un concepto de federación sin un poder centralizado, en el que los actores serían también federaciones. El problema político puede reducirse a la necesidad de «hallar el equilibrio entre dos elementos contrarios, la autoridad y la libertad […] Las anomalías o perturbaciones del orden social resultan del antagonismo de sus principios, y desaparecerán en cuanto los principios estén coordinados de suerte que no puedan hacerse daño» (Proudhon, 1868, p. 108). La forma de equilibrar ambos elementos es someterlos a un ordenamiento superior, que en su opinión puede ser el contrato federativo. Como reza en sus conclusiones, «la Federación resuelve, en la teoría y en la práctica, el problema del concierto de la libertad y de la autoridad, dando a cada una su justa medida, su verdadera competencia y toda su iniciativa. En consecuencia, únicamente ella garantiza, con el respeto inviolable del ciudadano y del Estado, el orden, la justicia, la estabilidad y la paz» (ibidem). Las naciones, con sus poderes centralizados, son ejemplos contrarios a la federación, pues su constitución no responde, la mayoría de las veces, a un libre acuerdo de comunidades humanas, sino a la voluntad de una elite dominante que unifica el territorio para acomodarlo a sus intereses a costa de pluralidades preexistentes, como la lingüística. Parece claro que no puede esperarse de una Europa basada en Estados nación que cualquier esfuerzo federativo tenga éxito a la larga, porque los intereses nacionales siempre constituirán fuerzas centrífugas que amenazarán el equilibrio, la cohesión y la solidaridad entre los pueblos, separados entre sí por fronteras políticas más recias que la tenue y abstracta voluntad federativa.Volver al texto
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