jueves, 18 de noviembre de 2021

Las carreteras y el fin de la era del petróleo - Fragmento 12

 

Citación sugerida:
Molina Molina, José Antonio (2020): Las carreteras y el fin de la era del petróleo.

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5. El otro coste: el impacto ambiental de las carreteras


En apartados anteriores hemos señalado que las carreteras son gigantescas infraestructuras de factura humana, y que solo por la fuerza de la costumbre uno pierde la capacidad de asombro ante las mismas o ante algunas de las obras de fábrica que implican. Esa espectacularidad, junto con su capacidad para permitir la movilidad de personas y mercancías, es muestra de la pujanza de nuestra civilización en este Antropocenonota 1 pero, también, una muestra material y laberíntica de la soberbia humana, cuya ansia de crecimiento sin medida se impone a toda mesura y, en particular, a la necesidad de respetar la naturaleza y a los seres que habitan en ella.

   Uno de los imperativos fundamentales del sistema económico es el crecimiento. Toda ralentización en el crecimiento constante se considera algo negativo, y la posibilidad del decrecimiento es el fantasma que sobrevuela, amenazante, sobre los políticos y los economistas. También las personas comunes tememos el decrecimiento, y ello no solo porque hemos terminado por afiliarnos a ese axioma que concibe la felicidad como la acumulación de los bienes y servicios que el dinero puede comprar, sino también porque asociamos ‘decrecimiento’ a palabras como ‘desempleo’, por ejemplo. El sistema económico neoliberal, tanto en lo práctico (tener un empleo para ‘ganarse la vida’, como si uno no fuera merecedor de vivir si no cuenta con un empleo) como en lo abstracto (una concepción falsa de la felicidad basada en el goce individualista y material) ha terminado por atraparnos a todos en sus redes.

   Si cada vez hay más vehículos en las carreteras ello significa que aumenta la movilidad de personas y mercancías, lo cual es un indicio de la buena marcha del sistema, es decir, de que hay crecimiento. Más vehículos significa que son necesarias más carreteras porque, como ya hemos dicho, nuestros vehículos automóviles, a pesar de todas sus prestaciones y avances, son demasiado remilgados como para adaptarse al suelo natural, siempre irregular en cuanto a relieve y consistencia, y precisan de pistas especialmente acondicionadas para ellos. Los gobiernos, diligentemente, se hacen cargo de esa necesidad, y dedican buena parte de sus presupuestos a ampliar las redes viarias, como ya hemos visto. Por consiguiente, la ampliación continua en las redes viarias, proyecto que abarca a prácticamente todos los países de la Tierra (¿acaso existe alguno que esté desmantelando su red de carreteras?) se convierte en otra imagen material de la obsesión por el crecimiento. Siendo justos, empero, el crecimiento continuado no es solo un postulado del sistema económico, sino que parece inscrito en los genes de nuestra especie, y no ya porque el mandato bíblico del “creced y multiplicaos” así lo estipule, sino porque nuestra cultura, que al cabo es una emanación de la naturaleza, favorece el éxito de nuestra especie. Lo malo de nuestro sistema económico, entonces, no es que postula un crecimiento indefinido, sino el modelo de crecimiento que defiende, basado en una gestión inadecuada de los recursos no renovables del planeta, así como su interpretación de las necesidades humanas, que no involucran solo un estómago lleno hasta reventar, sino también otras variables difícilmente mensurables, como el amor. En cualquier caso, ya se adjudique el hecho del crecimiento continuo a un sistema económico que precisa de revisión en sus presupuestos básicos, o a una necesidad intrínseca de nuestra especie, lo cierto es que el número de humanos crece de manera imparable sobre el planeta, y con ellos crecen, también, sus infraestructuras, entre las que se incluyen las carreteras.

   Rara vez, cuando viajamos con el coche por una autopista, nos asalta la idea de que transitamos por un terreno que ha sido robado a la naturaleza durante cientos de kilómetros, y nos importan muy poco los efectos que la carretera haya tenido sobre la fauna y la flora de los parajes que atraviesa. Apenas sentimos arrepentimiento cuando vemos el cadáver de un animal atropellado, más bien tendemos a culparle por haberse interpuesto en nuestro camino, cuando en realidad fuimos nosotros los que invadimos su territorio. Nosotros no usamos la tierra, nos apropiamos de ella. Dejamos hace mucho tiempo atrás la filosofía de vivir en el mundo, integrándonos con él, cambiándola por la de vivir sobre el mundo, aplastándolo. Este paradigma, llevado al extremo, junto con la obsesión por la movilidad, convertirán el planeta en algo así como una laberíntica red de carreteras de la que solo se salvarán los océanos y las altas montañas, hasta que las ciudades crezcan tanto que, al final, se fundan en una sola, a la manera de Coruscant, capital de la República Galáctica en la saga Star Wars (George Lucas, 1977). Llegados a ese punto, obviamente, ya no se hablaría de carreteras interurbanas, porque habría una única y gigantesca red viaria urbana. Tampoco se hablaría de impacto ambiental, pues no habría ya un medio ambiente natural en ese mundo artificial.

   Afortunadamente, nosotros aún podemos hablar del impacto ambiental de las carreteras, pues todavía existe un mundo natural a nuestro alrededor y tenemos la responsabilidad de cuestionar el efecto que nuestras actividades ejercen sobre él, máxime si dicho efecto, como se discute en este trabajo, podría no tener razón de ser, en el caso de que se demuestre que las redes viarias estarán sobredimensionadas a medio plazo. El primer impacto de una carretera en el medio ambiente es la ocupación exclusiva de suelo, afectación que no es desdeñable teniendo en cuenta la longitud de las carreteras, su anchura, en particular en el caso de vías de gran capacidad, y sobre todo su densidad: la red viaria de un país desarrollado llega a fragmentar el terreno hasta unos niveles que parecen descabellados. Únicamente este impacto, es decir, la pérdida de suelo natural frente al aumento del suelo artificial, ya es considerable, como decimos, teniendo en cuenta que en el terreno ocupado por una carretera la cubierta natural, viva, es excluida, o aplastada bajo una losa de cemento: las redes viarias humanas son sistemas inhóspitos para la vida, sobre todo mientras siguen siendo utilizadas. Cuando son abandonadas, la naturaleza puede volver a reclamar ese territorio robado, aunque quizá sean precisos muchos años, o varios siglos, hasta que las fuerzas naturales terminen por absorber y reintegrar dichos territorios en su seno. Pero la usurpación de suelo natural no es, por sí misma, la más grave de las afectaciones, sino las consecuencias de ello sobre la fauna, la flora, el agua y la tierra. Si es fácil calcular la superficie de suelo que la carretera roba a la naturaleza, sus efectos globales sobre la biosfera son más difíciles de cuantificar, pero sí que han sido estudiados y catalogados y, afortunadamente, cada vez se tienen más en cuenta en los nuevos proyectos viarios. 

   Como en muchos otros asuntos, los humanos cuantificamos muy tarde las consecuencias de lo que hacemos: solo cuando ya hemos parcelado Europa con una vastísima red de carreteras empezamos a preocuparnos por el impacto ambiental que estas provocan, como el fumador empedernido que solo empieza a interesarse por la salud de sus pulmones cuando estos ya han enfermado. Nadie previó durante la Revolución Industrial los efectos catastróficos que se derivarían de esa nueva sociedad maquinista sobre la biodiversidad del planeta, igual que hoy nadie piensa en los efectos que tendrá en nuestra salud el hecho de vivir rodeados por las microondas de alta frecuencia de las redes wifi y de telefonía. Nuestra civilización avanza mucho más deprisa que nuestra comprensión de los efectos que nuestras actividades tecnológicas pueden ejercer sobre nuestro mundo y sobre nosotros mismos. En particular, la densidad de carreteras en los países desarrollados creció mucho más rápido que la toma de conciencia acerca de los efectos nocivos que podían producir en el mundo natural. Generalmente, no tomamos conciencia de aquello que no vemos, que no medimos, igual que el sistema económico no toma conciencia del valor de las labores de un ama de casa, porque esta no cotiza a la seguridad social. Solo cuando, después de décadas de parcelar el terreno con ríos de asfalto, empiezan a ser evidentes sus graves efectos sobre los animales, las plantas y el paisaje, empezamos a considerar el problema y a tratar de cuantificarlo y comprenderlo, fieles a nuestra mentalidad científica. Pero esta mentalidad es todavía muy atrasada, si no somos capaces de anticipar los problemas de nuestra conducta, o de sospecharlos siquiera, antes de que la evidencia nos golpee en la cara y el daño ya sea irreversible. El perjuicio en el tejido natural europeo provocado por las redes viarias es irreparable, pero ello no debe ser motivo para adoptar una resignada pasividad, sino que ha de servir de acicate para evaluar cómo revertir la degradación ya producida, o para estudiar cómo minimizar al máximo los daños que producirán los nuevos proyectos viarios. 


Notas:

  Entre los expertos parece que se abre paso cada vez más la opinión de que hemos dejado atrás el Holoceno, y que el impacto del hombre sobre la tierra ha originado una nueva etapa geológica, el Antropoceno, algo así como la “Edad de los hombres”. Todos los residuos de las sociedades industrializadas están formando, sobre todo a partir del siglo XX, una capa de sedimentos que será identificable dentro de millones de años. Cualquier geólogo del futuro, al analizar las sucesivas capas de estratos en el subsuelo terrestre, encontrará una clara línea de discontinuidad correspondiente a los tiempos en que los primitivos humanos dominaron la tierra, cubriendo los continentes y los lechos oceánicos con los restos materiales de su cultura, modificando el clima y alterando, con ello, el equilibrio natural de la biosfera. Todavía no se ha fijado una fecha oficial para el comienzo de esta nueva era geológica; algunos sugieren que podría relacionarse con la aparición de la agricultura, innovación que ya implicó cambios sustanciales en el medio natural; otros la asocian con la Revolución Industrial del siglo XVIII, mientras que otros piensan que el comienzo debería fijarse hacia 1950, cuando los ensayos con bombas atómicas acabaron por dejar una marca radiactiva en todo el planeta (Waters et al., 2016). Volver al texto

 

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